EL SILBIDO

EL SILBIDO 

Pichi era un personaje pintoresco de esos que todo mortal se suele encontrar a lo largo de la vida y que pueblan de anécdotas la memoria. Le faltaba bastante para llegar al metro cincuenta,  hasta el punto que cuando fue al tallaje, con motivo del servicio militar, ni siquiera  se molestaron en medirlo: de una sola visual el médico militar lo declaró no apto. Llevaba una larga melena rubia y cuando se encontraba un amigo por la calle, acostumbraba a frotarse las manos y a decir en voz alta:

 -¡Va a haberlas negras! ¡Va a haber sucessssos! ¡Va a haber sssssangreeeeeee!- frases con las que trataba de anunciar que en su mente bullía algún conato de juerga o divertimento en el que no cabía duda desembocaría el día.

En carnavales nos lo pasábamos en grande con él, pues los amigos aprovechábamos su aspecto, y el poco aguante para la bebida del que disfrutaba, para emborracharlo y, cuando ya no se enteraba ni de la jota, lo embutíamos en un peter pan o malla de bailarín de color rojo rechamante, le rodeábamos los tobillos con dos tiras de piel de vaca y le anudábamos al cuello los restos de un abrigo de visón. El atuendo se completaba con un gorro envuelto en papel de aluminio, del que se usa para envolver los alimentos, de tal forma que Pichi pareciera talmente Asterix y el cachondeo general estuviera asegurado. Después, durante varios días, recuperado del entuerto, él se sentía feliz, pues aunque no recordaba de la misa la media, notaba que era tratado por todo el mundo con la deferencia que se reserva para con los actores, artistas principales o primeras figuras de cartel de cualquier espectáculo o circo de renombre, e indudablemente eso le gustaba.

Pero, a pesar del buen humor del que siempre hacía gala, en el fondo de su corazón llevaba clavada una enorme y dolorosa espina, un puñal que le atravesaba la médula de parte a parte, una dura sin razón para su existencia: las mujeres. Y era que ninguna le hacía caso o lo tomaba en consideración, ni siquiera para echar un cohete. Y lo que más le reconcomía era ver y saber que hasta el cura, al que ayudaba en las celebraciones desde siempre gracias a su inmutable apariencia de eterno monaguillo, se comía más de algún rosco de vez en cuando por no decir a menudo o con más frecuencia que cualquier casado.

A veces, para entretenerse, después de los oficios, Pichi, se escondía detrás de una cortina, junto al confesionario, de tal manera que podía escuchar las confesiones que las feligresas le formulaban a Don Anastasio, el párraco. Lo que oía era mejor que una película porno, pues el cura estaba de buen ver y más de una requería por el conducto confesional los servicios del mismo o aprovechaba para concertar una cita. Primero le contaban los pecados y todos los cuernos que habían puesto, con pelos y señales y todo lujo de detalles, hasta que el confesor se ponía a cien por hora y no podía controlarse. El servidor de dios, además de ser un religioso era también un hombre, a fin de cuentas, y como tal no estaba dispuesto a perderse una de la exquisiteces de la existencia humana, así que a toda buena moza y no tan buena que viera un poco ligera de cascos y que le entraba de esa manera no dudaba en tirarle los tejos.

Y he aquí que una tarde, Pichi, escuchó cómo concertaba una cita. Se trataba de la Eusebia, el pendón mayor del pueblo. Ella, al igual que ya había sucedido en otras ocasiones, avisó Don Anastasio para que acudiera a su casa y se colara por la ventana de su habitación a la seis de la tarde, hora en la que se presumía no se encontrarían allí ni su hermano ni su marido.

-Tú tira primero un guijarro al cristal de mi ventana. Si no sucede nada, entra, que yo ya estaré preparada en la cama, pero si escuchas varios silbidos lárgate, pues eso será señal de que hay moros en la costa y que mi hermano o mi marido todavía no se habrán marchado, y ya sabes como se las gastan, que son capaces de dejarte el cuerpo lleno de perdigones.

A Pichi se le encendió el espíritu, pues la habitación a la que se refería la Eusebia se hallaba situada en la planta baja y él conocía un árbol desde el que se podía observar con detenimiento toda la operación. No era la primera vez. Así que con algo de antelación a la hora prevista tomó posiciones junto al nido de un jilguero y esperó.

Al cabo de un rato vio como el cura saltaba el seto y penetraba en el jardín. Allí cogió un guijarro y, con la baba casi colgándole de la comisura de los labios, pues la Eusebita poseía unas curvas muy pronunciadas y estaba la mar de cachonda además de saber latín en los asuntos relativos al kamasutra, lo lanzó. Pero no consiguió su proposósito y no acertó con el cristal hasta el tercer intento.

Fue entonces cuando a Pichi se le encendió una lucecita en el cerebro y… silbó, silbó como nunca lo había hecho en su vida, hasta desgañitarse, hasta la extenuación, con un tono que haría palidecer al mejor y más cantor de los ruiseñores. Y cuando vio que el cura preso del terror escapaba corriendo, creyendo que en breve saldrían con la escopeta en la mano los celosos guardianes de la Eusebia, Pichi se encaramó a la ventana  y se introdujo por el hueco que había quedado después de que alguien la hubiera abierto desde dentro. Y, ya casi a tientas, se echó encima de aquel bulto carnoso y excitado que lo esperaba con las piernas abiertas de par en par.  Fue así como mi amigo puso fin a sus desvelos e inexperiencia, pues la agraciada vio que no todo era corto y pequeño en aquel pitufo sin sotana que se le había colado por el ventanuco y algún sitio más, y desde aquella lo apreció como si se tratase de una bula eterna.

Abril 2003©Fernando Luis Pérez Poza

Pontevedra. España

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